Por unos cuantos dólares se mancharon de petróleo y acabaron sus vidas

  • Por:jobsplan

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10/2022

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¿Qué es más mortal: la selva o el petróleo? En un zona donde siete de cada diez familias son pobres y donde mujeres y niños enferman por la desnutrición, hubo quienes vieron en un derrame de petróleo en la selva una oportunidad para mejorar sus vidas.

Si Dios pudiera concederle un deseo, Osman Cuñachí, niño awajún, le pediría un smartphone. O una pelota de fútbol. O cambiar sus chancletas de plástico por unas zapatillas fosforescentes. Aunque, si lo piensa mejor, pediría más bien una bonita casa de cemento y ladrillo como las que una vez vio en Lima, más resistentes a las tormentas que las cabañas de madera y techo de hojas que abundan en Nazareth. Por eso Osman, miembro de la etnia más numerosa de la selva norte del Perú, quiere mudarse a la capital para estudiar Arquitectura, tener una esposa y un solo hijo, pues sabe que criar tres o cuatro o cinco, como es habitual en su aldea, supone pasar hambre y necesidad. Eso le ha dicho papá, un profesor jubilado que alimenta cinco bocas con su pensión mensual de 400 soles (105 euros): ni la mitad de un sueldo mínimo. El viejo prefiere que Osman sea ingeniero químico para que sepa todo sobre el petróleo y así le vaya mejor que a él. Porque desde que una enorme tubería rota derramó unos 500.000 litros de este combustible aquí, en este pedazo de bosque húmedo y montañoso de Amazonas, la región más empobrecida del país, algunos adultos dicen que un mes limpiando el petróleo del río paga siete veces más que un mes cultivando la tierra. Aunque ahora teman quedar envenenados.

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'Zona cero' del derrame de Chiriaco. Los trabajadores se demoraron casi un mes en sellar el ducto, instalado hace 42 años. Chiriaco, Perú, febrero de 2016. Omar Lucas

Es una tarde lluviosa de junio de 2016, seis meses después de que se bañara en un río lleno de petróleo, y Osman Cuñachí, once años, flaquito como un cable, camiseta desteñida de Spiderman, frunce el ceño y se siente raro al ver su cara en un enorme cartel afuera de la casa comunal. Es el lugar donde los awajún suelen discutir asuntos importantes sobre la vida de la aldea: elegir a una autoridad, construir un camino, castigar a un ladrón. El letrero anuncia una campaña de salud, llevada por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, para evaluar a veinticinco niños que dicen estar enfermos por haber juntado petróleo a cambio de dinero. En la imagen, Osman, metro y medio de estatura, tiene manchados de negro la cara, los brazos, los pies, la camiseta roja que lleva en letras blancas la palabra Perú. El niño sonríe mientras carga un balde sucio.

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—Sales bien feo —le dice un amigo de pelos parados, pelota bajo el brazo, camiseta del Barça, y Osman se tapa la cara con las manos.

La foto que lo avergüenza y que el país y la prensa internacional comentarían con indignación se la tomó una vecina con su celular el día que Nazareth pasó de ser la comunidad más grande de la provincia de Bagua, con sus 4.000 habitantes, su río marrón y millones de árboles rascacielos, a protagonizar “el peor desastre ecológico de la última década”.

La tarde en que se manchó con petróleo, Osman Cuñachí practicaba tiros libres con un amigo cuando dos ingenieros de Petroperú, la compañía estatal más rentable del país, llegaron a Nazareth en una camioneta blanca 4x4. Desde temprano un vapor ácido se expandía desde la ribera del río Chiriaco y se colaba en las cabañas de madera como una nube invisible de gasolina. Una fisura de once centímetros en un tramo deteriorado del Oleoducto Norperuano —una serpiente de acero de más de 800 kilómetros que transporta el petróleo de la selva a la costa— había derramado en una quebrada cercana cantidad suficiente para llenar casi media piscina olímpica. Nativos contratados por Petroperú improvisaron una barrera de troncos y lonas de plástico. Contuvo el petróleo unos días, pero nadie calculó que la violencia de una tormenta durante la madrugada desbordaría el crudo río abajo y lo esparciría como una flema negra y aceitosa que tragaba a su paso insectos, raíces de árboles, canoas, cultivos de plátano, cacao y maní. Los animales huían de la corriente, las madres se lamentaban junto a sus chacras arruinadas. Cadáveres de peces flotaban sobre el agua oscura. Trece derrames de petróleo —casi uno por mes— tuvieron lugar en la selva peruana en 2016 debido a esa serpiente de acero que se desangraba. Nazareth sería el primer eslabón de una cadena de estropicios.

En su libro de ciencias de sexto grado, Osman Cuñachí había leído que el petróleo es una sustancia prehistórica, hecha de la misma materia que los fósiles de dinosaurio. Y en algún episodio de Tom y Jerry lo había visto brotar de las profundidades de la tierra como un chorro negro e incontenible que hacía saltar de alegría al suertudo que lo hallara. Recién supo que el petróleo valía dinero la tarde del derrame, cuando los ingenieros de Petroperú llegaron en su todoterreno para anunciar a las familias que pagarían a quienes ayudaran a recoger el combustible del río. Si un agricultor de plátano ganaba al día unos 20 soles (5,30 euros), por juntar crudo en un balde podía ganar hasta siete veces más: el doble del salario de un médico de la región Amazonas. En una zona donde siete de cada diez personas son pobres, donde no hay agua potable ni retretes, donde las mujeres enferman de anemia por la desnutrición crónica, donde es más frecuente que un niño menor de cinco años muera de malaria que por la mordedura de una víbora, donde ventarrones fríos y sequías inesperadas hacen más difícil hallar tierra fértil para cultivar, el pago de Petroperú era más de lo que un awajún había tenido o imaginado jamás. Los ingenieros no advirtieron de que sería peligroso; no dieron trajes especiales ni dijeron quién sí podía hacerlo. Esa tarde hubo familias que por necesidad fueron al río Chiriaco a recoger todo el petróleo posible.

Cuando Osman Cuñachí y sus tres hermanos llegaron al río contaminado vieron niños, madres embarazadas, abuelas y muchachos sumergidos en el agua o montados en canoas juntando el petróleo en baldes y botellas de plástico. El mismo río donde solían bañarse y construir castillos de barro en sus orillas, donde habían aprendido a nadar y a pescar zúngaros y boquichicos, ahora emanaba un olor metálico que les daba náuseas. Les picaba la garganta. Los ojos les lloraban. Roycer, su hermano de cuatro años, se rindió primero. Luego Omar, de siete, y Naith, su hermana de catorce. Sumergido en la corriente, Osman decidió quedarse hasta llenar su balde, ignorando que ese líquido inflamable que se pegaba a sus manos es el que permite que las ciudades funcionen.

Fotos: Omar Lucas/Revista5W

Muchos apenas prestamos atención al petróleo, salvo por el olor acre que flota en la estación de servicio cuando llenamos el tanque del auto con diésel. Pero el petróleo no es algo que podamos separar de nosotros fácilmente, limitándonos a alargar el brazo para alejar la manguera del surtidor y taparnos la nariz. Gracias al petróleo y a las industrias derivadas de él, durante el último siglo hemos construido nuestro sistema de vida basándonos en su poder. Calentar nuestros edificios y hacer funcionar nuestras máquinas y vehículos —pensemos en una fábrica de televisores o el avión que tomamos para salir de vacaciones— consume el 84% del petróleo que se extrae anualmente en el mundo. El 16% restante se transforma en insumos para fabricar millones de cosas. Sin el oro negro —y esa alquimia moderna llamada petroquímica— sería imposible mascar un chicle o conducir un auto, no existirían las zapatillas deportivas, ni el detergente, ni la pasta dental, ni el desodorante, ni los lentes de contacto, ni las carreteras asfaltadas, ni los neumáticos, ni la maleta con rueditas, ni los perfumes, ni el lápiz labial, ni los lentes de sol, ni los fertilizantes agrícolas, ni el enjuague bucal, ni la crema hidratante, ni las prótesis dentales, ni los balones de fútbol, ni la afeitadora desechable, ni las medias de nailon, ni las ollas de teflón, ni el gel para el pelo, ni el esmalte de uñas, ni el bloqueador solar, ni el paraguas, ni las bolsas de basura, ni las válvulas cardiacas, ni las aspirinas, ni las drogas para el cáncer, ni los preservantes de alimentos, ni los vasitos de poliestireno, ni el lubricante sexual, ni las vitaminas en cápsulas, ni la fibra óptica, ni el cemento, ni el cepillo de dientes, ni el champú, ni las cortinas de baño, ni las mangueras, ni los ordenadores portátiles, ni el papel fotográfico, ni el jabón, ni el tinte para el pelo, ni los bolígrafos, ni la tinta de los libros, ni las máquinas de rayos X, ni las botellas de agua mineral, ni las flores artificiales, ni los manteles, ni las alfombras, ni el pegamento, ni los sorbetes, ni las pelucas, ni los fósforos, ni los extintores, ni los chalecos salvavidas, ni la dinamita, ni los cedés de música, ni los audífonos, ni las bañeras, ni la tapa del inodoro, ni las pestañas postizas, ni los botones de la camisa, ni el papel higiénico, ni los condones, ni casi todo lo que está hecho de plástico: desde piezas de naves espaciales hasta una Barbie; desde las camisetas del Barça hasta cualquiera de los miles de millones de smartphones que se venden en el mundo, y que Osman Cuñachí, niño awajún, pensaba comprarse con el dinero que los ingenieros de Petroperú le habían prometido por su balde de petróleo.

Era de noche cuando Osman y sus hermanos regresaron a su cabaña de madera. Al verlos, mamá los regañó por haber salido sin permiso. Intentaron quitarse el petróleo del cuerpo con agua y jabón, pero no pudieron. Usaron lavavajillas y no resultó. Se restregaron la cara, los brazos y las piernas con una escobilla y detergente para ropa. Pero nada. Hasta que un primo les dijo que se limpiaran con gasolina de motocicleta. Esa noche Osman no pudo dormir bien por la picazón y el ardor de tanto haberse restregado el cuerpo. A la mañana siguiente, los ingenieros de Petroperú volvieron a Nazareth en su 4x4. El aire seguía apestando a gasolina. Una treintena de nativos esperaban con sus baldes llenos de petróleo al lado de la carretera. Les habían ofrecido 150 soles (casi 40 euros) por cada recipiente. Pero al final, y a pesar de los reclamos de la gente, los ingenieros solo pagaron unos 20 soles (5,27 euros). Osman Cuñachí recuerda que un ingeniero le preguntó su edad, anotó su nombre en una libreta y le pagó 2 soles (52 céntimos de euro) por el balde que había juntado: el recipiente tenía más agua que petróleo, le dijo el ingeniero. Osman, cuyo nombre significa “el que es dócil como un pichón”, no protestó como otros niños. Cuando volvió a casa, le dio una moneda a su mamá y con la otra se fue con sus amigos a comprar una Pepsi y unas galletas de animalitos.

Y un día, de pronto, eres un niño convertido en noticia. En algo que le interesa a todo el mundo y de lo que no se sabe casi nada. Periódicos, canales de televisión y comitivas de oenegés viajan 23 horas por carretera desde Lima, cruzan los Andes, sortean curvas vertiginosas y calurosos valles flanqueados por murallas de vegetación hasta llegar a Nazareth, la comunidad indígena donde naciste. Quieren conocerte. Te miran, te preguntan: ¿Sentiste miedo? ¿Cómo te sumergiste en el río? ¿Dónde está tu ropa manchada de petróleo? ¿Puedes mostrármela? Parecen competir entre sí para ver quién cuenta algo más terrible, sabiendo que estas tragedias interesan, sobre todo, a quienes no las han vivido, a quienes viven en las ciudades adictas al plástico, aliviados de no ser tú. De no ser el niño manchado de petróleo.

—Mi papá dice que la gente solo viene acá cuando pasan cosas feas —dice Osman Cuñachí mientras mira su foto en el letrero de la campaña de salud en su aldea—. Yo quiero que me vean tapando penales, soy bueno en eso, no quiero que me tengan pena.

Por unos cuantos dólares se mancharon de petróleo y acabaron sus vidas

Son las seis de la tarde en Nazareth. Una lluvia gruesa se filtra por el techo de hojalata de la casa comunal y deja charquitos en el piso de cemento. Como no hay luz eléctrica, la penumbra lo cubre todo dentro del local donde el médico Fernando Osores atiende a veinticinco niños que recogieron petróleo. Mientras los padres firman autorizaciones, sus hijos pasan a una tienda de campaña. El médico de Lima esfuerza la vista para recoger muestras de sangre y orina y cortar un mechón de pelo a cada niño, que luego enviará a un laboratorio en Quebec, Canadá, donde todo será analizado. Según las leyes de salud, médicos del Estado peruano debieron hacer este trabajo al día siguiente del derrame. Han pasado seis meses —luego pasará más de un año— y nada. “Quizá están muy ocupados”, sonríe el médico Osores con sarcasmo. De pronto un niño escuálido huye del consultorio, horrorizado por las agujas. Su papá le grita algo en awajún y corre a buscarlo. El médico, empapado en sudor, ruega que alguien lo alumbre con la linterna del celular para poder seguir con su trabajo.

Osman Cuñachí no es de los chicos que esperan sentados, así que aguarda su turno con sus amigos en una explanada de tierra cazando alacranes. A unos metros de allí, Jaime Cuñachí, padre de Osman, pasa el día sentado en un banco de madera, tejiendo una red de pesca. Hace dos años perdió la pierna derecha por una infección empeorada por la diabetes, una enfermedad común entre los awajún debido a su deficiente alimentación.

—No tengo pierna, pero sí buena memoria —ríe el señor Cuñachí mientras se espanta los mosquitos de la cara con un trapo sucio.

Dice que la cancha donde ahora juega su hijo es un antiguo cementerio de máquinas y tuberías usadas a finales de la década de 1960 para construir el Oleoducto Norperuano, la serpiente de acero, una de las mayores obras de ingeniería de la historia del Perú. La dictadura militar del general Juan Velasco Alvarado invirtió cerca de 1.000 millones de dólares y el trabajo de 2.000 hombres para realizar el proyecto que convertiría al Perú en un país del Primer Mundo.

En Nazareth, algunos ancianos awajún conocían el petróleo de tiempos pasados. Respetados por su carácter guerrero —los primeros cronistas los llamaban “reductores de cabezas”—, fueron una de las tantas naciones amazónicas que ni los incas ni los soldados españoles pudieron conquistar. Permanecieron aislados durante siglos hasta que las industrias extractivas y los apach muun, los hombres blancos, llegaron con sus máquinas gigantes para perforar el subsuelo.

El señor Cuñachí era un niño que no sabía castellano cuando llegó el Oleoducto. Nazareth era entonces un puñado de chozas de palos y hojas desperdigadas entre el bosque y un río marrón que se precipitaba por un lecho arcilloso de piedras enormes y pulidas. Los awajún se vestían con túnicas marrones de algodón y collares de semillas. Se pintaban la cara de rojo con achiote. Tomaban ayahuasca para comunicarse con los espíritus de la selva. Un día unos ingenieros llegaron con sus familias y levantaron un campamento para construir un tramo del Oleoducto. El señor Cuñachí solía jugar con los hijos de esos forasteros: los niños blancos. Intercambiaba papayas por carritos de juguete, cerbatanas por hondas de jebe. Aprendía castellano. Cuando la construcción del Oleoducto comenzó, helicópteros militares llegaban todos los días cargando enormes tuberías. Mientras los mayores hacían trochas con machetes para abrir paso a las máquinas, los chicos awajún jugaban a las escondidas y corrían dentro de las tuberías sin instalar. Cuando las obras terminaron, la empresa estadounidense Williams, a cargo de la construcción, decidió sepultar todo el material restante bajo la cancha de fútbol donde ahora juegan Osman y sus amigos, pues le resultaba más barato que trasladarlo. Un día los ingenieros se fueron y un grupo de familias dejó el monte para asentarse en el campamento abandonado, plagado de hormigas negras que se comían a las ratas y ahuyentaban a las víboras. Allí fundaron su primera escuela. Luego llegarían la carretera, la luz eléctrica, la televisión por cable, la posta médica y cientos de nativos y forasteros atraídos por aquella aparente prosperidad.

Casi medio siglo después, Nazareth es una aldea de pescadores, agricultores, comerciantes minoristas y choferes de mototaxi que hacen su vida alrededor del río Chiriaco. Ahora mismo, como cualquier niño awajún, Osman Cuñachí podría estar pescando o bañándose allí, pero no puede. Desde el derrame, las autoridades ambientales han prohibido esas actividades por la cantidad de plomo y cadmio que hay en el agua y los peces. El plomo es un veneno que, incluso en niveles bajos de exposición, puede afectar el desarrollo del cerebro en los niños y causar anemia, hipertensión y efectos irreversibles en el sistema nervioso central. El cadmio puede dañar los riñones, los huesos y los pulmones, y provocar cáncer.

Los awajún dicen que estos metales tóxicos provienen del petróleo. Petroperú dice que no es cierto: el petróleo tiene cantidades ridículas de aquellos metales. Germán Velásquez, comandante en retiro de la policía y asesor de empresas, presidente de la compañía por esos días, aseguraba que provenían del desagüe y la basura —botellas de plástico, pañales desechables, baterías usadas, aceite de motor— que los pueblos cercanos arrojan a orillas del río Chiriaco.

—Si alguien allí tiene la opción de recibir algún tipo de indemnización económica, dirá que el petróleo le hace llorar —me dijo Velásquez con una sonrisa—. He investigado: para que el petróleo te contamine tendrías que haber estado metido en un barril de petróleo tres o cuatro días. Yo me he bañado en el río Chiriaco y todo bien.

La versión oficial, la empresarial, siempre es optimista. La de la ciencia no.

—Quien diga que el petróleo es inofensivo, miente —me dijo después el médico Fernando Osores, mientras tomaba un descanso, luego de diez horas seguidas atendiendo a los niños de Nazareth.

Osores es experto en toxicología ambiental y enfermedades tropicales. Lleva años tratando casos de contaminación causados por minas y empresas de gas y petróleo en el Perú. Cuando ocurre un derrame —dice— millones de moléculas de hidrocarburos se evaporan y se expanden rápidamente como gases venenosos. Basta que alguien las respire durante unos minutos para sufrir dolores de cabeza, mareos o molestias en el abdomen. Si alguien se expone al petróleo sin protección y durante días, es peor: aparecen alergias en la piel, irritación en la garganta, dificultades para respirar. El petróleo es una mezcla compleja de cientos de hidrocarburos. Algunos de ellos, como el benceno y el xileno, pueden dañar el sistema nervioso y con los años hasta provocar cáncer. El petróleo derramado en la corriente es otro problema. Este se divide en gotas minúsculas que se mezclan con partículas de barro y se sedimentan en el lecho del río. Así comienza la reacción en cadena: las partículas contaminadas alimentan a las bacterias. Las bacterias a esas hordas de minúsculos organismos acuáticos llamados plancton. El plancton a los peces. Los peces a los humanos. Cuando pasa el tiempo, la contaminación por el petróleo no se ve a simple vista. No tiene olor ni sonido, es incorpórea, como átomos invisibles. Los sentidos no sirven para percibir el daño.

El médico Osores dice que puede resumir todo lo anterior en una frase:

—Estamos frente a un desastre químico.

Los últimos 150 años de consumo mundial de petróleo son apenas el presente y el pasado inmediato de una relación tan antigua como los mitos prehispánicos. El petróleo fue descubierto y aprovechado en muchas épocas y lugares, con fines prácticos, festivos, religiosos o mágicos. En América la sustancia tuvo al menos dos nombres con genealogía registrada. Los aztecas lo llamaron choppotli. El segundo nombre nació de los ojos de brea que existían en la costa norte del Perú. Los antiguos peruanos llamaban copé a esos charcos de brea malolientes, perdidos en los confines del desierto, que se remontaban a una era todavía más antigua, a la edad de los gigantes, personajes que, según la leyenda, habían excavado esos pozos inexplicables. El historiador Pablo Macera —estudioso del papel del crudo en tiempos coloniales— destacó esa visión supersticiosa del petróleo: sustancia misteriosa, desconocida, quizá por eso maligna. La llamaban “estiércol del demonio”.

Hoy, varios siglos y guerras y avances científicos después, nuestra dependencia del petróleo ha alcanzado una dimensión tan escandalosa que se ha vuelto un tema de debate frecuente entre ambientalistas y políticos. En 2007, durante el Congreso Mundial de Energía, se anunció que la Tierra almacena reservas de petróleo para uno o dos siglos más. “El mundo no tiene que preocuparse en mucho tiempo por el fin del petróleo”, dijo el presidente de Saudi Aramco, la mayor petrolera del mundo.

Pese a todo ese optimismo, la Agencia Internacional de Energía, que monitorea las reservas energéticas del planeta, ha pronosticado: si el hambre de petróleo en las ciudades continúa, el mundo necesitará el equivalente a seis países con las reservas de Arabia Saudí para cubrir la demanda hacia 2030. Fatih Birol, experto en energía y director ejecutivo de la agencia, implora: “Debemos abandonar el petróleo antes de que él nos abandone”.

Perú es un ejemplo de esto. Fue el primer país de América Latina en explotar petróleo comercialmente. En 1924, cuando Venezuela se convertía en un país petrolero, Perú ya era el líder en la región; hoy, Venezuela produce 3 millones de barriles diarios, y Perú el 1% de esa cantidad. El petróleo disponible en Perú —que se extrae de la Amazonía donde viven los awajún y otras etnias— se agota, pero la población aumenta y con ella, a toda velocidad, el consumo de combustible. Perú está entre los veinte países “más adictos” al petróleo. Y es uno de los tres que sufrirá más los daños causados por el calentamiento global y el uso de combustibles fósiles.

Es una obviedad decir que la multimillonaria industria del petróleo es una de las más sucias que existen. Los científicos insisten: si para la segunda mitad del siglo XXI los países no cambian sus fuentes de energía por otras menos destructivas para el planeta, es muy probable que la naturaleza y el sistema económico colapsen.

La razón va más allá de lo ecológico y está condicionada por la fuerza de la realidad: el petróleo que nos sustenta se acabará y no podemos hacer nada para evitarlo.

“QUIZÁ MIS HIJOS ESTÁN ENFERMOS. NO SABEMOS”

Osman Cuñachí entiende poco de política ambiental y no ha escuchado al señor Birol, pero sí sabe lo difícil que es sacarse el petróleo del cuerpo cuando te manchas con él. Poco después de haber recogido el crudo y sacárselo de la piel con gasolina de motocicleta, Osman se desmayó mientras marchaba en un desfile escolar. Su maestra dijo a sus padres que el niño solía tumbarse sobre el pupitre y se dormía en clase. Durante días había sentido intensos dolores de cabeza y mareos. Tenía sarpullido en los brazos y las piernas, y no dejaba de rascarse. Por esos días las redes sociales habían viralizado su foto manchado de petróleo. “El peor desastre ecológico de la última década”, decían. Petroperú lamentaba lo ocurrido, pero negaba haber contratado niños para ese trabajo. La foto de Osman, sin embargo, era una prueba que hundía a Petroperú en el escándalo.

Un día dos ingenieros de esta compañía fueron a buscarlo a su casa. Con la autorización de sus padres, llevaron a Osman a una clínica privada de Piura, una ciudad de la costa norte del país, sede de la refinería principal de Petroperú. Analizaron su sangre, le sacaron radiografías. También lo llevaron a pasear por la plaza, a comer pollo a la brasa, y lo hospedaron en un hotel bonito que tenía una computadora donde podía jugar Zombies vs. Plantas, unos de sus videojuegos favoritos. Semana y media después regresó a su casa con unas vitaminas, un ungüento para el sarpullido y un certificado de salud. El niño, decía el parte médico, solo tenía anemia.

De nuevo en Nazareth, Osman buscó a sus amigos, pero ya no querían jugar con él. “¿Por qué la empresa solo te atiende a ti? Nosotros también recogimos petróleo y nadie nos viene a buscar —le reclamó uno—. Seguro te han dado plata”. Osman estuvo triste varios días. Hasta que Yolanda, su madre, le dio unas monedas y él compró dulces para sus amigos. Así se reamistaron.

Yolanda Yampis tiene unos treinta años, el cabello negro largo hasta la cintura, y sonríe cada vez que habla, como si le diera vergüenza. Como la mayoría de las awajún, la de Yampis es una risa aguda, rítmica, contagiosa —jijijijiiiii—, como si cantara o imitara el canto de un ave desconocida. Cuenta que, durante esos días del derrame, los adultos de Nazareth y de otras comunidades cercanas dejaban las chacras para trabajar en Petroperú. Si un agricultor de plátanos de la zona ganaba 40 dólares (34,4 euros) a la semana, por limpiar el río de petróleo ganaba hasta siete veces más.

Yolanda Yampis también trabajó. Los ingenieros de Petroperú le dieron un traje blanco de plástico, un casco naranja, unas botas de jebe (caucho) y una mascarilla de gasa, de esas que usan los enfermeros. Durante un mes escarbó con una pala la tierra contaminada. Arrancaba los restos de vegetación manchada de petróleo y los guardaba en sacos. Así ganó casi 4.000 soles (más de 1.000 euros), diez veces la pensión que recibe su marido jubilado. Con eso compró una refrigeradora para vender gaseosas y cervezas, útiles escolares para sus cuatro hijos, el tronco de árbol para construir un cuarto más de su casa y pagó a peones que cosecharon el plátano de su chacra, de casi media hectárea.

—Pero la plata se acaba —me dijo ella, la voz finita, el castellano accidentado.

Yolanda estaba de pie en la casa comunal junto a otros padres, con los brazos cruzados. La risa que antes traía se había convertido en un gesto duro de labios apretados. Observaba nerviosa al médico Osores, que sacaba muestras de sangre al menor de sus hijos.

—El derrame me dio oportunidad, ¿pero para qué si al final te contaminas? Quizá mis hijos están enfermos. Quizá yo también. Nosotros no sabemos.

Por juntar petróleo en un balde, dice su madre, Osman Cuñachí tiene sarpullidos en las piernas y en los brazos. Su hermano Omar, el tercero de los cuatro, sufre dolores de cabeza y diarrea. Al igual que ellos, varios niños de Nazareth comenzaron a sentir malestares tras haber recogido el petróleo del río. En una asamblea convocada una semana después del derrame, la comunidad envió un comunicado al Presidente de la República y al ministro de Salud reclamando atención inmediata. Incluía una lista con los nombres de los niños que se encontraban enfermos luego de haber recogido el petróleo. Solo en esa comunidad eran más de cincuenta. Petroperú donó toneladas de víveres y agua embotellada, ordenó campañas de salud para atender a las familias. Sin embargo, hasta enero de 2017, un año después del derrame, nadie en este pedazo de selva tenía un certificado médico que probara que había sido contaminado por el contacto con el crudo. El gobierno nunca llegó a Nazareth para examinar la salud de las familias.

—Pareciera que las autoridades esperan a que pasen diez o veinte años, hasta que la gente se muera, para que recién vengan a ver qué ha pasado —me dijo el médico Fernando Osores, mientras guardaba las muestras de pelo, sangre y orina en cajas con hielo seco que serían enviadas en avión a un laboratorio en Canadá esa misma noche.

Estas pruebas serían el primer intento de averiguar el nivel de contaminación en los niños de Nazareth. Sin embargo, con el pasar de los días lo que el petróleo afectaría no sería solo la salud de la gente; también las pensamientos de algunos. En especial desde el momento en que, además del temor y la confusión, comenzó a rondar por allí el dinero.

LAS TIERRAS DAÑADAS

Edith Guerrero, amante de los bambúes y profesora de nutrición, dice que jamás olvidará la vez que un ingeniero de Petroperú intentó convencerla de que el petróleo era bueno para el campo.

Ella está de pie bajo la lluvia, sobre la desembocadura de la quebrada, donde el petróleo se volcó al río Chiriaco. Hasta el día del derrame, Edith Guerrero tenía aquí 800 plantones de bambúes, vacas pastando, ciruelos y laureles altísimos, y una quebrada limpia donde los nativos awajún también pescaban. Pero cuatro meses después del incidente, su terreno de cuarenta hectáreas se veía como si hubiera sido arrasado por una docena de excavadoras. Los árboles más altos fueron cortados para hacer puentes. Todos su plantones de bambú fueron arrancados en el proceso de limpieza de suelo. Llevó sus vacas a otros pastos vecinos. Todo su plan de siembra de arroz se arruinó. El agua de la quebrada, la que utilizaba para el riego y dar de beber a su ganado, está contaminada. Vista desde el cielo, la quebrada se extiende como una cicatriz profunda y aceitosa en medio de sus dominios.

—Los nativos no son los únicos afectados —reclama la agricultora de piernas largas, nacida en la sierra de Cajamarca—. Los obreros arrancaron mis bambúes sin permiso. Me decían: “No se preocupe, Petroperú paga”.

Edith Guerrero cuenta que, a pesar de sus reclamos, y a diferencia de otros agricultores que sí fueron indemnizados, la empresa hasta ahora no le ha reconocido sus pérdidas. Un día de febrero fue al campamento de Petroperú. Pero la ingeniera que la atendió le dijo que no sabía nada. “¿Tampoco sabe dónde están recogiendo el petróleo?”, le preguntó. “Pues en la quebrada y la quebrada es del Estado”, respondió la ingeniera. Guerrero salió del campamento y subió a su motocicleta. Al llegar a su terreno, echó a gritos a todos los trabajadores de la empresa. Al día siguiente regresó con su esposo muy temprano. Cerraron el camino con alambres de púas. Cuando los obreros llegaron, ella los esperaba con un palo y ramas de ortigas, largas como látigos. Luego de una semana, un ingeniero de Petroperú la visitó. Le insistió en que firmara un documento donde la empresa se comprometía a pagar todos los gastos, aunque no precisaba cifra ni fecha alguna.

Ahora, sobre el terreno, hay ochocientos cilindros con el petróleo recogido de la quebrada, cubiertos con lonas de plástico azul. Unos hombres con botas y cascos naranjas trabajan recogiendo lo poco que queda del petróleo. Hay una pila de sacos de tierra y maleza contaminada. Unas mangas amarillas de plástico atraviesan el cauce y retienen los restos del petróleo: películas de aceite en la superficie del agua.

Edith Guerrero recuerda que cuando las autoridades ambientales llegaron a ver el daño, recogieron muestras del suelo contaminado con guantes especiales. Usaron mascarillas porque decían que el olor era tóxico. No era la primera vez que se enfrentaban a un caso así. Según Osinergmin, la institución que fiscaliza las empresas de energía, en los cuarenta años de vida del Oleoducto Norperuano hubo 61 derrames: el 70% de ellos por corrosión o falta de mantenimiento y un 30% por supuestos sabotajes o robos.

Al desastre en Nazareth le siguieron otros doce en la selva peruana. El ministro de Ambiente salió a denunciar el hecho: Petroperú seguía bombeando petróleo cuando estaba prohibido que lo hiciera mientras no diera mantenimiento al sistema. “El oleoducto está obsoleto”, criticó el ministro en televisión nacional. Días después, el presidente de Petroperú presentaría su renuncia y un balance amable de su gestión: la empresa había facturado 5.000 millones de dólares en un año. En el informe no había una sola línea sobre los derrames. Según el peritaje de la oficina estatal que fiscaliza el Oleoducto, este no recibe mantenimiento adecuado desde 1998. La empresa dice que esto se debe a “políticas de austeridad”. Que no conviene cambiar todo el ducto porque sería muy costoso. En un escenario así no es descabellado pensar que otro derrame pudiera ocurrir. Todo es turbio y huele mal como el mismo petróleo.

La última vez que nos vimos, Edith Guerrero me contó que Petroperú la había llamado por teléfono para negociar. La empresa necesitaba construir una carretera que atravesara su chacra y así poder sacar los ochocientos barriles que están almacenados allí. Los nativos de Yangunga, la comunidad awajún ubicada frente a sus tierras, en la otra orilla del río, intentaron convencerla: construir la carretera les daría empleos, incluso podrían vender sus plátanos en la ciudad. Pero Edith Guerrero les dijo que no iba a permitir que la carretera pase por su terreno si Petroperú no pagaba los 70.000 soles (más de 18.000 euros) que pide por todo lo que perdió.

—De lo contrario, soy capaz de tirar los cilindros al río, ¡a ver si así entienden estos sinvergüenzas!

—¿Y qué le dijo el último ingeniero que vino a buscarla? —le pregunté.

—“¿No sabe, señora, que el petróleo es abono para su arroz?”.

“¡MÍREME, ESTOY SANA!”

Un nativo al que le falta el brazo izquierdo vigila el campamento de Petroperú, cercano a la quebrada Inayo, donde ocurrió el derrame. Se trata de una fila de tiendas azules y verdes levantadas al lado de una carretera asfaltada que lleva hasta el centro de Chiriaco, el pueblo principal. Dentro de las carpas hay operarios consultando mapas, un par de ingenieras revisando archivos de Excel en sus portátiles, una doctora maquillada y aburrida hirviéndose de calor frente a dos ventiladores eléctricos a todo poder. Es el equipo que planifica la limpieza del derrame. La mayoría no son de allí, son gente de Lima o de otras ciudades de la costa.

En la entrada, un enorme letrero rojo con letras blancas y mayúsculas advierte: prohibida la contratación de menores de edad. Es una medida de la compañía, me explican, para evitar las “habladurías” de la prensa.

—En Petroperú hacemos las cosas bien.

El ingeniero de Petroperú que supervisa la limpieza del derrame en Chiriaco me recuerda cada veinte minutos no citar su nombre en esta historia, porque teme quedarse sin empleo. Viajamos en una furgoneta repleta de bolsas de arroz, frijoles, latas de atún y botellones de agua. Son donaciones de Petroperú para algunas escuelas de las comunidades que se abastecían de las aguas del río contaminado.

Es una mañana calurosa que provoca una pereza húmeda, agobiante. El ingeniero cuenta que han hecho todo lo posible por dejar todo como era antes, que los trabajos de limpieza están por terminar.

—Hemos dado trabajo a más de 800 personas, con un sueldo que nunca más en su vida van a encontrar.

Sentada a mi lado, Yesenia Gonzales, la asistente del ingeniero, dice que es cierto y me cuenta todo lo que ha logrado trabajando para Petroperú. Gonzales vive en Chiriaco, un pueblo a diez minutos en mototaxi de Nazareth. Nació en Piura, una ciudad de la costa norte del Perú, de la que en las últimas décadas han llegado hombres y mujeres para trabajar en la selva. Tiene veinticuatro años, el cuerpo esbelto producto del trabajo físico y un rostro risueño donde brillan dos ojos negros y desconfiados.

Cuando ocurrió el derrame, Gonzales vivía en un cuarto alquilado con su marido albañil y sus dos hijas pequeñas. Trabajaba en un puesto de jugos y ganaba diez soles (2,63 euros) por doce horas de trabajo. Un día una amiga la avisó de que Petroperú estaba buscando obreros para limpiar el derrame. Durante diez días, ella y su marido se levantaban de madrugada para ir al campamento de Petroperú donde medio centenar de personas, entre nativos y forasteros, esperaban una oportunidad. Ahora lleva tres meses trabajando en la empresa y ha hecho de todo: ha recogido petróleo sumergida en el río, ha cargado sacos con tierra contaminada, ha limpiado piedra por piedra con mangueras de agua a presión. Por cada día de trabajo, de siete de la mañana a seis de la tarde, gana 150 soles (casi 40 euros), y el doble los domingos. Yesenia Gonzales gana más que un médico de la zona.

—Nadie paga así aquí —dice—. Yo estoy muy agradecida con Petroperú porque trabajando en el petróleo pude hacer mi plata.

El entusiasmo de Gonzales recuerda a otro entusiasmo más viejo. De cuando se imaginaba la selva peruana como el espacio donde la promesa de prosperidad sería cumplida gracias al recurso que escondía en sus entrañas.

La primera vez que se explotó un pozo de petróleo, el diario El Comercio del 17 de noviembre de 1971 publicó en su portada: “Quinientos obreros que trabajan en la región Trompeteros [Loreto] cantaron, bailaron y se bañaron con petróleo, arrebatados por la alegría de haber realizado un hallazgo de trascendental importancia para la economía de nuestro país”. El presidente de Petroperú de entonces, un general de la dictadura militar, juraba: “El futuro económico del Perú está asegurado”.

Desde mitad del siglo XIX, con el auge sangriento del caucho, la selva peruana no había sido tan codiciada. Las sociedades indígenas siempre habían producido todo lo que necesitaban: cazaban, pescaban, recolectaban, cultivaban la tierra. No dependían del exterior para su sustento, y tampoco podían acceder a productos que ellos no produjesen. Años después, la fiebre del petróleo y la construcción del Oleoducto Norperuano causó una demanda masiva de mano de obra en la selva del Perú. Con los salarios de las empresas, los indígenas compraban radios, escopetas, medicinas. No eran pocos los que gastaban en cerveza y putas. Comunidades nativas enteras dejaron de ser autosuficientes para depender del dinero ganado en las petroleras. Se mudaban a las ciudades o a los campamentos en busca de un mejor futuro. Algunos olvidaban su lengua y sus costumbres. En la ciudad, creyeron, podían ser alguien.

Cuatro décadas después de ese boom petrolero, mientras caminamos las calles de Chiriaco, se oyen los sonidos de un pueblo en movimiento. Motores de colectivos buscando pasajeros. Voces de chiquillas con bluyines ajustados vendiendo comida en la calle. Discos de reguetón sonando en tiendas con televisión por cable. Alabanzas en la puerta de una iglesia evangélica. Altavoces anunciando cada diez minutos: “Se necesitan dos personas para descargar el camión”. Golpes secos de unos obreros picando piedras para construir una casa. Bebés llorando en los brazos de sus madres mientras hacen cola afuera de un banco. Desde el día del derrame, Chiriaco parece como cualquier distrito popular de Lima: cada vez más ruidoso, más lleno de cemento. “Trabajar en el petróleo” aumentó el número de mototaxis y comercios. Llenó de clientes cantinas, hoteles y prostíbulos. El trabajo que cientos de nativos y mestizos consiguieron aquí limpiando el petróleo puso dinero en los bolsillos de todos.

Yesenia Gonzales cuenta que varios de sus amigos han trabajado recogiendo el petróleo y han resuelto sus problemas. Uno de ellos se operó la vista. Una amiga llevó a su hija a Lima para operarla del corazón. Otra, madre soltera, compró un departamento en Chiclayo, una de las ciudades más pobladas de la costa, famosa por su playas de postal.

—A pesar de que hubo daños, hay gente que se siente feliz por lo que pasó.

Alguien podría pensar que es oportunismo. Pero no, me dice Gonzales: es sobrevivir.

Al mediodía el calor lo aplasta todo en este pedazo de selva del Amazonas. La furgoneta de Petroperú en la que recorro el pueblo hace su última entrega de víveres. Nos estacionamos en la orilla del río, frente a la comunidad nativa de Wachapea, una de las diez comunidades que el Estado ha señalado como las afectadas por el derrame. El ingeniero anónimo me dice que toda esta zona que vemos ya está limpia, que quizá haya “ligeras manchas inofensivas, como si una gota de aceite cayera en todo el río”. En la orilla del río Chiriaco nos recibe una mujer canosa con crucifijo de madera en el pecho. Es Rosa Villar, directora del colegio Fe y Alegría 62 San José, un internado para niñas mestizas e hijas de familias awajún. Pregunta si sus alumnas ya pueden bañarse y jugar en el río.

—Es que algunas lo hacen —dice la religiosa—. Imagínese, son más de quinientas jovencitas. Después del almuerzo se van nomás. El río es su mundo.

—Eso no lo puedo decir yo, ya usted sabe —dice el ingeniero—. ¡Hace rato me habría bañado cuarenta veces en el río! Ahora, si todavía hay partículas de petróleo en las raíces de los árboles, ¿qué más puedo hacer? ¿Poner la quebrada de cabeza?

Después de la entrega de víveres, mientras regresábamos por una avenida de tierra hacia el campamento de Petroperú, Yesenia Gonzales, la asistente del ingeniero, me señaló una vivienda enorme de cemento y techo a dos aguas.

—¡Mire, esa es mi casa! La gente me dice que si a los veinticuatro años ya tengo casa propia, más adelante ¡qué no voy a tener!

En cuatro meses de trabajo en Petroperú, Gonzales y su marido se hicieron una casa. Ganaron juntos cerca de 30.000 soles (unos 7.900 euros). Para ganar lo mismo en el puesto de jugos del mercado, habrían tenido que trabajar diez años seguidos y ahorrar cada centavo. Con el salario del petróleo también pagaron sus deudas, compraron un televisor de pantalla plana, un equipo de sonido, una congeladora, un mototaxi. Compraron muñecas y scooters para sus dos hijas. Ahora tiene su propio local de jugos.

—He escuchado gente que decía: “No se vayan al petróleo, allá se van a morir. Esperen cuatro o cinco años más y verán, ¡van a estar que se mueren!” —me dijo Yesenia Gonzales con su sonrisa tímida, la última vez que la vi—. Yo los escucho nomás, pero no tengo miedo. Al contrario, estoy contenta. ¡Míreme, estoy sana! Ahora tengo lo que siempre soñé.

LA ILUSIÓN DEL PETRÓLEO

Una paradoja del desarrollo: que algo tan terrible como un derrame de petróleo y la muerte de un río se convierta en algo temporalmente provechoso para un pueblo. Es un detalle que no suele aparecer en las noticias, que causa cortocircuitos, que nos enfrenta a nuestras contradicciones. La historia de Nazareth —el hogar de Osman Cuñachí y “los niños del petróleo”— es solo un pequeño espejo en el cual nos reflejamos todos.

“Yo antes hacía trabajitos nomás, y de pronto llega el derrame y se volvió como un milagro. Nos dio oportunidades. Si más tarde me enfermo, no sé”, dice Abel Wanputsang, que trabajó en la recolección y con lo que ganó se compró una nevera para vender cervezas y refrescos. “Mis hijos ahora van a estudiar. También estoy construyendo mi casa, ya compré los ladrillos”, cuenta el albañil Américo Taijín, que pasó tres meses limpiando la quebrada. “Mi pareja no tenía trabajo pero ahora gana bien. Solo espero que no tenga algo genético por estar todo el día en el petróleo —dice la enfermera Janet Tuyas, quien espera ser madre antes de cumplir cuarenta—. Imagínate, ¿y si mi hijo nace enfermo?”.

Tuyas es una joven awajún de ojos rasgados y figura atlética que vive en Nazareth desde hace unos años. Aquí llegó para hacer sus prácticas en el dispensario de la comunidad. La vez que la conocí, durante una ronda de vacunación a bebés y niños —la mayoría de ellos sufren desnutrición y anemia—, me contó que era sencillo reconocer quiénes habían aprovechado el salario de Petroperú. Mientras caminábamos por los senderos, flanqueados por viejas cabañas, se podían ver algunas viviendas de hasta dos pisos, hechas con tablones nuevos de madera y calaminas de hojalata. Una pequeña antena de televisión por cable coronaba uno de los techos. En ese mismo sector, el ministro de Vivienda y el embajador de Japón habían inaugurado días atrás más de cien baños con inodoros nuevos, duchas y una red de tuberías que llevaría el agua de la quebrada hasta cada hogar. La comparación con la ciudad era inevitable: los nativos no volverían a caminar largas distancias para juntar su agua en baldes. Ahora bastaba con abrir el grifo para beber agua, lavar la ropa o bañarse.

—Tenemos todo eso, sí, pero nuestro río prácticamente está muerto —dijo Janet Tuyas, con pena—. Desde hace meses nadie se baña ni pesca ahí… Bueno, casi nadie.

En ocasiones, cuando la enfermera visitaba a algunas madres, ellas le servían boquichico o zúngaro asado, que pescaban en el río contaminado. Para no ser descortés, la enfermera mentía: prometía comer el pescado en casa, pero en realidad lo tiraba a la basura. Antes rogaba a las madres que esperaran a que el río estuviera limpio de nuevo, hasta que una de ellas le dijo, algo enfadada: “¿Qué vamos a comer entonces si no tenemos plata?”. Desde entonces Janet Tuyas, que gana poco pero lo suficiente como para comprar pescado en el pueblo, ha decidido callarse.

*Joseph Zárate, ganó con esta crónica el Premio Gabo de Periodismo 2018

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